La bailarina observaba la luna y ésta escuchaba su llanto, cómplice de aquellas lágrimas tristes bailando su vacío en solitario.
Se miraban desde la distancia. La bailarina jugaba con su propia agua salada a formar burbujas. Cada burbuja era una nueva ilusión y en ellas se metía para danzar en el espacio. Estiraba los brazos, arriba y de un lado a otro, se acompañaba luego de hombros, torso, caderas, piernas y resto de extremidades. Era un juego femenino, de dulces y suaves movimientos que en aquella ingravidez buscaban abrazar a su amiga, aquella luna.